Redes sociales: los delitos de odio en la nueva era digital

Recientemente, ha trascendido a nivel mundial el caso del afroestadounidense George Floyd, el cual falleció el pasado 25 de mayo por el abuso de un agente policial. Después del asesinato de Floyd, España se ha solidarizado con Estados Unidos en las protestas contra la violencia policial y el racismo. Además, miles de usuarios han inundado las redes sociales de cuadrados negros, un tributo a George Floyd, así como un recordatorio de que a la lucha por la igualdad racial le queda mucho camino por delante.

En España se ha detenido a un vecino de Águilas (Murcia) por incitar al odio en redes sociales contra musulmanes e inmigrantes; publicaciones de contenido extremadamente violento; comentarios de corte xenófobo, algunos de ellos de corte extremadamente agresivo en los que se incitaba a ejercer la violencia contra los miembros de estos colectivos.

Los delitos de odio son un ámbito afectado por la expansión del Derecho penal. Este fenómeno se produce a la vez que se expande el uso masivo de las redes sociales.

Según datos del Ministerio del Interior, el 45% de los delitos de odio se producen en Internet y, en concreto, un 25% se registran en las redes sociales, sobre todo por ideología y razón de sexo y género.

El discurso de odio online, para el que se ha acuñado la expresión de ciberodio, añade una serie de particularidades que lo convierten en un fenómeno descontrolado con un potencial de daño aún mayor. En primer lugar, por medio de internet y las redes sociales, la comunicación de mensajes que antes se limitaban al ámbito privado, se ha convertido en pública de manera masiva. En segundo lugar, la descentralización de la comunicación ha provocado que cualquiera puede emitir un mensaje con un enorme potencial de audiencia. El efecto multiplicador de las redes sociales permite convertir un determinado mensaje en un fenómeno de transmisión exponencial, dando lugar a lo que se conoce como “viralizaciones”.

El acto delictivo se convierte en delito de odio si su móvil son los prejuicios. El empleo de la palabra “odio” puede hacer pensar que el autor debe odiar a la víctima o al grupo a la que ésta pertenece para que el acto delictivo se convierta en un delito de esta índole; sin embargo, esto no es así. El elemento que convierte un delito ordinario en delito de odio es que la víctima sea seleccionada por el autor como consecuencia de una adscripción social que la vincula a un determinado grupo.

Estos delitos se dirigen contra uno o más miembros de un grupo, o contra los bienes asociados al mismo, que comparten una característica común. Las características colectivas suelen ser aparentes o perceptibles para los demás, como la lengua, el sexo o la etnia, las discapacidades, la orientación sexual, las creencias religiosas o la identidad de género, entre otras, y suelen ser también inmutables; quienes las presentan no pueden modificarlas a su voluntad.

Estos delitos también pueden cometerse contra bienes. Cuando el ataque se dirige a unos bienes asociados a determinados colectivos y se produce por ese motivo, también constituye delito de odio. Entre otros ejemplos, así ocurre cuando se realiza una pintada nazi en los muros de una sinagoga o se pintan símbolos nacionalistas en la vivienda de una persona perteneciente a una minoría étnica.

Los delitos de odio van desde el vandalismo a las agresiones físicas graves, incluido el homicidio.

En este contexto, es importante destacar que el Consejo de Ministros ha aprobado el anteproyecto de la Ley de Protección a la Infancia y la Adolescencia. Una normativa que, entre las novedades que recoge, incluye una reforma del Código Penal para establecer una nueva regulación a los delitos de odio en la que se incluyen la aporofobia – fobia a las personas pobres o desfavorecidas – y la exclusión social dentro de estos tipos penales.